No le extrañó, al detective Morrison, que su nuevo cliente fuera una cabra. Estaba acostumbrado a recibir los más variados y extraños encargos. No le importaba para qué, ni por qué. Él se limitaba a aceptar o rechazar la misión según las posibilidades de resolución. No garantizaba el éxito, pero si su dedicación. Por eso, al abrir la puerta y ver el animal, lo único que se le ocurrió es permitirle el acceso.
No le ofreció asiento, como hacía con el común de sus clientes, pero si acomodo en el lugar que la cabra considerara. No fue fácil la comunicación porque el bicho parecía como ausente, ni un signo que indicara el motivo de su presencia en el despacho. Por momentos miraba fijamente al investigador para a continuación darle la espalda, como si se desentendiera de su interlocutor.
Varias horas hubieron de pasar hasta que por fin la cabra empezara a dar signos de vitalidad, que nuestro detective interpretó como un intento de comunicación mediante un método que el rumiante hubiera descubierto. Pero a Morrison le costaba entender qué quería decir su cliente con eso de empezar a comerse el sofá y alternativamente unos folios en blanco que tenía sobre la mesa.
Cuando empezaba a morder una lampara de diseño en papel reciclado, Morrison reaccionó. “Lo siento, pero creo que no podré atenderle. No es que no le aprecie como cliente, pero no logro comprender qué quiere de mi. Le sugiero que busque un interprete y vuelva con él, la atenderé con mucho gusto. Le ruego que se vaya”.
La cabra seguía mordiendo la lampara como si lo del concepto de propiedad privada no fuera con ella. Eso hizo reflexionar a Morrison. “Sabe qué, voy a estudiar su caso”, dijo sin lograr que la cabra se inmutara; parecía importarle más la lampara.
-He decidido que se venga a mi casa. La invito a cenar y a comer, y a volver a cenar y comer las veces que sea.
Y así fue como el detective y la cabra vivieron juntos por unos días. En realidad, la cabra menos porque finalmente el detective cenó de chuletas. La cabra no cenó pero participó de la cena aportando las chuletas de la noche y las paletillas y los muslos para las siguientes comidas; y la piel, para hacer alfombra para el recibidor, que queda la mar de bien mucho mejor que aquel trapo deshilachado que tiene puesto ahora, que es horroroso, horroroso, horroroso. El implacable sabe sacar provecho de los relaciones.
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